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sexta-feira, 1 de maio de 2009

Javier Ortiz

Mais um que se foi. Quando as circunstâncias me trouxeram a esta ilha africana para nela viver em alternância com largas temporadas em Lisboa, não demorei muito a conhecer, por intermédio de Pilar, alguns jornalistas que me impressionaram por o serem de um modo bastante diferente daquele ou daqueles a que me havia habituado no meu país. Foram eles Manuel Vincent, Raul del Pozo, Juan José Millás e Javier Ortiz. Alta qualidade literária, rara argúcia de espírito, sentido de humor em altíssimo grau, eis o que os caracterizava e ainda caracteriza a todos, excepto Javier Ortiz, que acaba de morrer. Dos quatro, Javier sempre foi o mais politicamente activo. Homem de esquerda que nunca ocultou ou suavizou as suas ideias, cometeu o prodígio de manter a mais firme das posturas ideológicas quando, sendo ainda jornalista de El Mundo, foi o único a contrariar, sem qualquer concessão oportunista, a deriva direitista de um jornal que o seu director, Pedro J. Ramírez, havia feito cair nos amorosos braços de José Maria Aznar. Agora morreu, não terá mais resposta a pergunta que regularmente fazíamos: "Que terá dito Javier Ortiz?".

As nossas relações tiveram um momento particular afortunado quando lhe dei uma entrevista que viria a ser publicada, também com textos de Noam Chomsky, James Petras, Edward W. Said, Alberto Piris e Antoni Segura, num livro por ele editado, Palestina existe! (Editorial Foca) Recém-chegado eu de Israel, onde havia deixado um rasto de escândalo político e tendo de partir para os Estados Unidos, onde iria apresentar um livro e dar algumas conferências, a nossa entrevista foi, toda ela, feita por e-mail, sobrevoando o Atlântico e o continente norte-americano, de costa a costa. Conheci então melhor Javier Ortiz, a sua inteligência, o brilho da sua dialéctica, e, o melhor de tudo, a sua qualidade humana. Muitos não sabem que Javier escreveu o seu obituário, um texto supremamente irónico e desmitificador, digno de ser publicado em todos os jornais. É pena que não se faça. Seria o momento de lhe dedicarmos um último sorriso, este que tenho na cara e que, de alguma maneira, está negando a sua morte.

OBITUARIO

Javier Ortiz, columnista

Falleció ayer de parada cardio-respiratoria el escritor y periodista Javier Ortiz. Es algo que él mismo, autor de estas líneas, sabía muy bien que sucedería, y que por eso pudo pronosticar, porque no hay nada más inevitable que morir de parada cardio-respiratoria. Si sigues respirando y el corazón te late, no te dan por muerto.

Así que en ésas estamos (bueno, él ya no). Javier Ortiz fue el sexto hijo de una maestra de Irún, María Estévez Sáez, y de un gestor administrativo madrileño, José María Ortiz Crouselles. Sus abuelos fueron, respectivamente, un señor de Granada con aspecto de policía -lo que tal vez se justifique considerando el hecho de que era policía-, una señora muy agradable y culta con allure y apellido del Rosellón, un honrado y discreto carabinero orensano con habilidades de pendolista y una viuda de Haro casada en segundas nupcias con el recién mencionado, Javier Estévez Cartelle, del que se derivó el nombre de pila de nuestro recién difunto. Si algún interés tienen todos estos antecedentes, cosa que dista de estar clara, es el de demostrar que, en contra de lo que suele pretenderse, el cruce de razas no mejora el producto. (Obsérvese qué gran variedad de procedencias se puso en juego para acabar fabricando a un vasco calvo y bajito.)

La infancia de Javier Ortiz transcurrió en San Sebastián, ciudad que le venía muy a mano, porque nació allí. Se dedicó básicamente a mirar lo que había por sus cercanías, en particular el pecho de las señoras -ahora que ya está muerto podemos descubrir ese inocente secreto suyo-, y a estudiar cosas tan peregrinas como las ciudades costeras del Perú, de las que no logró olvidarse hasta su postrer respiro. Los jesuitas trataron de encauzarlo por el buen camino, pero él descubrió muy pronto que era comunista. Eso malogró del todo su carrera religiosa, ya de por sí poco prometedora, sobre todo desde que notó con desagrado el interés que algunos sacerdotes ponían en sus partes pudendas.

Su primer trabajo como escribidor, aparecido en una página del periódico del colegio, fue, curiosamente, una necrológica, con lo que cabría decir que su carrera como periodista ha resultado capicúa, singular circunstancia de la que muy pocos podrían presumir, aún en el improbable caso de que lo pretendieran.

A los 15 años, hastiado de las injusticias humanas -algunas de las cuales seguían teniendo como referencia obsesiva los pechos femeninos-, decidió hacerse marxista-leninista. Los años siguientes tuvo que emplearlos en averiguar qué era eso que acababa de hacerse, a lo que contribuyeron decisivamente algunos esforzados miembros de la Policía política franquista.

A partir de lo cual, se dedicó con gran entusiasmo a cultivar el noble género del panfleto. Sin parar. A diario. Año tras año. Fue cambiando de punto de residencia, no siempre por voluntad propia -ahí merecen especial mención sus estancias carcelarias y su exilio, primero en Burdeos, luego en París-, pero jamás varió su inquebrantable afán de agitador político, que él pretendía haber adquirido, por absurdo que parezca -y sea, de hecho-, en la lectura de Los documentos póstumos del Club Pickwick, de don Carlos Dickens, y de las Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Padarox, de don Pío Baroja.

Burdeos, París, Barcelona, Madrid, Bilbao, Aigües, Santander… Recorrió incontables sitios y holló innúmeros parajes sin parar de escribir, erre que erre. Zutik!, Servir al Pueblo, Saida, Liberación -y Mar, y Mediterranean Magazine- y El Mundo, y una docena de libros, y varias radios, y algunas televisiones… Por escribir, incluso escribió para otros y otras, ejerciendo de negro en momentos de particular penuria. También lo hizo a veces por amistad.

Movido por la lectura del Selecciones de Reader's Digest y otras publicaciones estadounidenses tan aficionadas a ese género de operaciones, un día decidió calcular cuántos kilómetros cubrirían sus escritos, en el caso de colocarlos todos en una sola larguísima línea de cuerpo 12. El resultado de la estimación fue concluyente: ocuparían la tira.

En materia de amores (de la que sería injusto decir que careciera de alguna experiencia), también fue capicúa. Decía que las mejores mujeres, las más cariñosas y las más nobles con las que compartió sus días (sin desdeñar dogmáticamente a ninguna otra), le resultaron la primera y la última. Aunque la favorita le apareciera por medio: su hija Ane.

Y todo para acabar con algo tan vulgar como la muerte. Por parada cardio-respiratoria, como queda dicho. En fin, otro puesto de trabajo disponible. Algo es algo.

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Javier Ortiz, escritor y columnista, nació en Donostia-San Sebastián el 24 de enero de 1948 y murió ayer en Aigües (Alicante), tras dejar escrito el presente obituario.

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